VIAJE PENDIENTE
Capítulo I
Aún no habían despuntado los rayos del alba, cuando don Quijote y Sancho Panza pisaban la ciudad de Madrid. Sancho refunfuñaba por haber madrugado tanto, don Quijote le hacía ver una vez más: quien no madruga, no disfruta de la vida.
El motivo que a cada uno les llevaba a la ciudad era distinto; Sancho Panza recordaba las bodas de Camacho, los preparativos que precedían la boda; ollas enormes llenas de carne, capones, gallinas desplumadas para hacer caldo...; y no quería perderse la boda real que acontecía en Madrid. En cambio a don Quijote le interesaba lo que se debatía en el parlamento.
No salían de su asombro; por los edificios tan altos, por la multitud de transeúntes y la aglomeración de todo tipo de vehículos, a pesar de la hora temprana.
Nunca estuvo Sancho tan apegado a don Quijote. Tal vez por miedo a perderse. En el campo era distinto, podía retirarse de su amo una legua que aún podían verse. Pero aquí era diferente, si se escabullía entre la multitud, ¿a quien preguntaría don Quijote? – pensaba Sancho -, si nadie los conocía.
Don Quijote se percató de la extrema vigilancia que existía en la ciudad, observó como coches de policías patrullaban las calles, y agentes dirigían el tráfico. Sancho le aconsejó ser cauto y no intervenir, viese lo que viese.
Preguntaron por la dirección a la que deseaban llegar. Le aconsejaron coger el metro por encontrarse retirado.
Sancho al ver aquel boquete inmenso en el suelo (eso sí, con escaleras) advirtió a don Quijote recapacitase, no fuese como la cueva de Montesinos, pues él no estaba dispuesto a quedar atrapado y encantado, bien por el sabio Merlín u otro encantador de esta ciudad, y quien sabe si a perder el corazón como Durandarte. Don Quijote hizo oídos sordos a sus súplicas y bajó las escaleras muy decidido, Sancho le siguió refunfuñando.
En el andén, don Quijote se alertó al divisar los faros del tren, confundiéndolos con los ojos de un gran gigante. Sancho al verlo, agarrado a una papelera, del temblor de piernas, apenas se tenía en pie.
Cuando el tren paró y abrió sus puertas, la gente salió como “grajos cuervos y murciélagos”, don Quijote quiso arremeter contra ellos. Pero estos, acostumbrados a empujones hacían caso omiso, es más, se sonreían al verlos de la guisa que llevaban.
Al ver como otros entraban en los vagones, ellos hicieron lo mismo. Se acomodaron expectantes a todo lo que ocurría.
Al llegar a Sol, la mayoría del personal se bajó, ellos se bajaron también. ¡Jamás habían visto tal laberinto de túneles, subidas y bajadas!
En su corto entender, Sancho observó que en todos los rótulos ponía Sol.
—Señor –dijo Sancho- ¿No debíamos bajarnos en un lugar llamado opera o sopera?
—Ópera dirás –dijo don Quijote -, no se como te arreglas para asociar todo con la comida.
—Tal vez sea señor, que no hemos comido desde ayer, e imagino el banquete de la boda...- Calla Sancho, centrémonos para salir de esta maraña. Hemos de acudir a otro acto.
Continuará
Madrid. 22 de mayo de 2004
No os perdáis la lectura y comentarios de la Acequia (capitulo 22. 2ª parte)