De nuevo regresé para echar un vistazo a la casa. Recorrí una por una las habitaciones para comprobar si todo estaba bien. al llegar al salón me detuve, comprobé que seguían allí, inertes. Uno junto al otro. Unidos como una familia inseparable.
Subí la persiana. La oscuridad me impedía verlos con claridad. Me senté frente a ellos. los observé con gran respeto, por un momento quise levantarme, cogerlos, acariciarlos, deseaba con todas mis fuerzas, tomasen vida de nuevo. Solamente la idea, hizo temblar todo mi cuerpo.
Traté de serenarme, tarde o temprano había que tomar una decisión, no podían seguir toda la vida en ese silencioso letargo. Despues de unos minutos de reflexión, me dirigí a ellos.
Mientras abría el estuche del acordeón, tuve que reprimir mis emociones. Habían sido muchos los años alegrándonos con su sonido. La cogí con cuidado. Desabroché sus correas. Una parte de ella fue cayendo lentamente, como desperezándose. No pudo evitar el aire contenido desde que él marchó y evocó un gran suspiro.
Mi respeto hacia ella era tal, que no me atreví a poner mis torpes dedos en sus teclas. La abrí y la cerré varias veces. Expulsaba en silencio el aire como si la ahogase, tal vez por el paso del tiempo, tuviese alguna lengüeta desafinada. Ya no estaba él para afinarla.
Recuerdo, cuando niña, le ayudaba a afinarlas en aquella mesa vieja, subiendo y bajando un fuelle para comprobar su sonido. Al reclinarla en el sofá, se abrió ligeramente y, al cerrarla, debí tocar unas teclas que sonaron como un ¡Ay! de dolor.
Seguidamente me dirigí al saxofón... Permanecía en la misma postura que él lo dejó. Lo puse en pié. Recorrí sus llaves una a una. Sus zapatetas seguían intactas. Su silencio se hizo tétrico. Era inutil. Aunque hubiese querido arrancarle un sonido, no habría podido. Él siempre quitaba la caña y la guardaba en su cajita, desenroscaba la boquilla y la limpiaba. Era como un ritual, o quizá, fuese una señal de salvaguardarlo ante los demás. ¡Era tal su cariño hacia él! Habían sido muchos, los momentos vividos juntos, buenos, malos, regulares..., quizá por eso guardaba ese silencio. Fue ese silencio espectral, el que me hizo reaccionar y devolverlo a su lugar y posición de origen.
Allí seguía el clarinete, reclinado en el estuche, como si observara con celo todos los movimientos. Observé su figura alargada y flaca. Parecía por su aspecto, el más joven, pero no. Su traje negro y llaves blancas apenas sin brillo le delataban. Era el veterano. Con él compartió parte de su niñez y con él permaneció toda su vida. Después de tantos años no era de extrañar el cariño que de él recibía. Sólo él, era capaz de sacarle sonidos. Estaban aliados.
Sonó el timbre de la puerta.
-¿Quién será?- Me apresuré a colocarlos en su sitio de nuevo.
Un señor desconocido y de aspecto extraño preguntó:
-¿Es aquí dónde vive el músico?
-Bueno..., en realidad...
Cuando marchó pensé... ¡Qué tonta! No sé por qué no le dije que hace años él...
Volví al salón. Los miré de nuevo. Parecían estar más unidos que nunca, cobijados bajo el órgano al que tantas veces escucharon, y, desde que él marchó, también permanecía en silencio.
Bajé la persiana, seguí comprobando el resto de la casa. Todo seguía igual excepto la música.
Kety Morales Argudo
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8 may 2007
SILENCIOSO LETARGO
A mi padre.
In memoriam.