"Esteban el leñador" es un relato que comenzó Conchi y nos retó a que participásemos. Y, entre Sabela, Piedad, Sinkuenta, Natacha, Antiqva, Jerusalem, Jorge, Paco, Stella, Ricardo y una servidora, construímos este cuento o relato.
Os animo a que lo leais.
Esteban el leñador
Estas fotos es un regalo a todos los participantes del relato.
ESTEBAN EL LEÑADOR
El día amaneció frío y lluvioso. Una vez más Esteban se levantó para ir al monte a recoger la leña que más tarde llevaría al mercado del pueblo para venderla. Se vistió cuidadosamente para no despertar a su amada esposa ni a los tres pequeños que dormían acurrucados en la cama colocada junto a la de matrimonio. Fue a la cocina y recogió la merienda que la noche anterior le había preparado su mujer. Después salió a la calle y una ráfaga de aire frío junto a una fría llovizna le azotó la cara. Se levantó el cuello de la pelliza para resguardarse y fue en busca del asno que, una vez más, lo acompañaría en la recogida de la leña. (Conchi, 19-08-08)
¡Buenos días Platero! (así, Esteban, llamaba al asno en recuerdo del cuento que les había contado su querida profesora una mañana de invierno que no habían podido salir al patio), el animal rebuznó, conocía a su amo, eran compañeros y amigos, después de prepararlo, se pusieron en marcha, de nuevo sintió la ráfaga de aire frío y la llovizna en su cara, pero esto no impediría que alcanzara su objetivo, el monte y la leña les esperaban. Todos los días, durante el recorrido, Esteban, como si de un colega se tratara, hablaba con el animal torciendo su cara hacía él, éste lo escuchaba y movía su cabeza, parecía que sabía lo que estaba diciendo su amo. El leñador comentaba que tendría que cortar hoy un poco más de leña, habitualmente tenía que llevarla al mercado para conseguir esas monedas necesarias para la alimentación de su familia, había que dejar una poca en casa para dar calor físico al hogar, de calor emocional andaban sobrados, pues era una familia muy feliz, y, en esta ocasión, se encontraba con un gasto extra, la compra de una chaqueta para el hijo mayor, los otros dos les tocaba aprovechar las que dejaban sus hermanos porque les quedaban pequeñas, pero siempre en buen estado, ya que eran unos niños muy cuidadosos.Con estos pensamientos en voz alta, Esteban y Platero, sin enterarse, llegan al monte, el leñador se prepara para cortar esa leña tan necesaria y Platero descansa, pues a la vuelta la tiene que llevar, eso sí con alegría, está feliz en esta familia (los animales también se sienten queridos). Hechos los preparativos inicia la tarea, dejó de llover y unos tímidos rayos de sol aparecen jugando con las ramas de los árboles. (Sabela, 20-08-08)
Esteban, sonriente y con el hacha en la mano empezó su trabajo. La leña estaba mojada por la fina llovizna de la mañana, pero eso no le importó en absoluto para hacer su trabajo contento y esque el amor que sentía por su familia era superior a todos los contratiempos que pudiera encontrar en su camino. En aquellos momentos, lo más importante para él era su amada esposa y sus hijos, a los cuales amaba locamente, por eso el trabajo lo hacía contento, tanto que se olvidaba de los callos de las manos causados por el astil del hacha. Y pensando en ellos deseoso de abrazarlos a su regreso, canturreaba con alegría.
Soy leñador
Y en mi trabajo me siento feliz.
Yo te doy las gracias señor
Por la lluvia y el sol
Por ese amor que me hace vivir.
Soy leñador.
Y casi sin darse cuenta tuvo la leña a punto para cargar a Platero que muy cerca de su dueño esperaba que éste le reclamara para su regreso. (Piedad, 20-08-08)
Delicadamente colocó la leña en las alforjas de Platero, cuidando de colocar el peso repartido a ambos lados para no sobrecargar al animal. Y, tras acariciarle el hocico delicadamente a modo de señal, se pusieron en camino hacia la plaza del mercado.
La carretera descendía serpenteante y tras la primera curva se encontraron frente a un hombrecillo famélico que, sentado en una roca junto al camino, se dirigió a Esteban diciéndo:
-'¡Por favor, me podrías dar un poco de tu leña para calentar mi hogar!. Mi mujer está enferma y tengo que pasar el día a su lado por lo que no puedo ir al bosque en busca de leña. Mis pequeños tiritan de frío.'
Conmovido, Esteban, descargó la mitad de la carga y se la entregó al hombrecillo que, emocionado, le besaba las manos y se ponía de rodillas en señal de gratitud. (Sinkuenta, 20-08-08)
Había dejado de llover definitivamente y el sol bañaba a los dos hombres.
Esteban le preguntó qué hacía allí, a la orilla de aquel camino intransitado...
Observó sus ropas, ajadas y sucias... pero algo llamó poderosamente su atención... bajo una de las roídas mangas brillaba la corona de un reloj. En su cuello, bajo una braga, cuidadosamente escondida, una gruesa cadena de oro...
Esteban se asustó. Algo no andaba bien.
Decidió marchar hacia el pueblo con su media carga en el burro y amablemente le deseo mejora para su esposa, incluso le dio una moneda y un trozo de su ración de la merienda.
Casi sin mirar atrás continuó por el serpenteante camino, la última curva ofrecía una panorámica del pueblo de la que siempre disfrutaba con un suspiro. Hoy, pensó, será especialmente bella, con el cielo limpio tras la lluvia y este sol potente... pero.... algo raro ocurría en el pueblo. Una columna de humo salía de la casa grande... (Natacha, 21-08-08)
Esteban, atemorizado al ver la humareda que se alzaba en medio del caserío del pueblo, aceleró el paso y siguiendo la senda de tierra que los lugareños denominaban “Loma de los Escalones” fue descendiendo de las alturas de la serranía para, con Platero detrás de él, resoplando malhumorado por aquellas insólitas prisas, penetrar al poco en el villorrio atravesando lo que antiguamente había sido la Puerta del Colodro.
-“Diantres –preguntó nuestro hombre a los alborotados vecinos con los que se topó-, ¿Qué está pasando…?
-“Pues ya ves, Estebán –le respondió una voz-, que alguien desconocido se ha entretenido en prender fuego a un montón de muebles viejos que don Salvador, el boticario, acumulaba en la parte de atrás de su farmacia, y no veas la humareda que se ha formado.”
-“Bueno, si solo es eso tampoco es nada grave –habló el leñador-, a ver si así don Salvador pierde esa manía que tiene de acumular muebles y trastos viejos…”
-“No –insistió otra vez-, si la cosa no ha acabado en el conato de incendio, lo peor es que ese mismo alguien que lo provocó, aprovechando que los vecinos estábamos aquí sofocando las llamas, ha entrado en la casa del boticario y ha robado todos los objetos de valor que don Salvador acumulaba. Entre ellos una gruesa cadena de oro y un magnífico reloj que había heredado de don Sinesio, su abuelo…”
Para entonces, nuestro leñador era consciente de que el “tipejo” al que había “socorrido” cuando bajaba de la sierra tenía, sin duda, algo que ver con todos estos extraños sucesos.
Algo, sin embargo, no le cuadraba: “Si había robado todo lo que había querido a don Salvador, el hombre más rico del pueblo, ¿por qué le había pedido a él algo de leña?”
Esteban no entendía nada… (Antiqva, 21-08-08)
Esteban pensó si también habría robado lo que tanto habían estado guardando tanto don Salvador como él.
Siempre pensó que los escritos estarían mejor guardados en casa de don Salvador...pero tal vez se hubiera equivocado.
Aceleró el paso, pero entre la multitud no llegó a ver al boticario...se encaminó hacia la iglesia de Santa Marina...era allí donde siempre se reunían todos.
Estaba desierta, no había un alma... ni tan siquiera el párroco se encontraba.
Entonces, se encaminó hasta su casa y guardó Platero, solo quedaba esperar.
Esperaría hasta la media noche, y si no daba con don Salvador iría en su busca.
La espera se hizo larga, solamente comió alguna aceituna y un trozo de pan... sentado en el patio se le hacían las horas eternas.
Las preguntas se acumulaban en su cabeza.
¿Quien podría saber que ellos guardaban los escritos?
Nadie lo podría saber....Solamente lo sabia el que los guardaba y el que los heredaba ¡¡Siempre había sido así!!
Ni tan siquiera su esposa sabía de la historia... ¡¡Nadie podía saber que ese tesoro seguía en la ciudad!!Y si alguien lo sabía...podrian saber exactamente lo que eran...
¡Las cosas se estaban poniendo muy feas! (Jerusalem, 21-08-08)
Esteban analizó la situación con la mayor calma posible, cosa que no le era fácil. No todo estaba perdido o fuera de control. No sabía dónde estaba ese extraño forastero, pero sabía dónde debería estar y en qué momento, si lo que pretendía era leer en voz alta los escritos.
Si podía hacer eso, comprendía el lenguaje en que estaban escritos, y si así era, debía ser heredero de quienes traicionaron la causa hace cientos de años. Dos personas que nunca antes se habían visto las caras se habían cruzado por primera vez sin saber que representaban extremos opuestos de un mismo y temible poder. Lejos de atraparlo o al menos identificarlo, Esteban le había proporcionado leña y comida, por lo cual su enemigo podría estar esperando cerca del pueblo hasta el momento de realizar su siguiente movimiento.
El tiempo pasaba sin novedad, lo cual en si mismo era muy malo. Esteban no podía seguir esperando. Apartó la leña acumulada fuera de la casa. Movió una delgada capa de tierra. Levantó la tapa de madera que cubría una caja. La abrió con la llave que llevaba colgada del cuello. El interior mostraba un traje negro, un puñal, una cota de malla, frascos que convendría rellenar con agua bendita, y una espada con una inscripción en la vaina: si vis pacem para bellum.
Se inclinó como si estuviera rezando, tomó la espada con las dos manos, y en un movimiento rápido como un rayo, desenvainó mientras giraba. El filoso borde quedó a pocos centímetros de don Salvador, que por fin había llegado. (Jorge, 22-08-08)
-¡Don Salvador!- dijo Esteban sorprendido- ¿Qué ocurre? ¿Qué hace usted aquí?
- Vengo a avisarte- contestó el boticario jadeando por la larga caminata que había recorrido demasiado deprisa para su edad.
- ¿Qué ha pasado?- volvió a preguntar Esteban impaciente.
- Una desgracia- dijo don Salvador-. Un desalmado incendió mi casa y…
- ¿Y los documentos? ¿Se han quemado?- interrumpió Esteban.
- No- dijo el boticario-. Afortunadamente yo los había guardado en un arcón en otra habitación de mi casa. Toma.
Don Salvador entregó a Esteban una vieja carpeta marrón de piel raída y siguió hablando:
- Guarda esta carpeta junto a los demás objetos en esa caja y entiérrala lejos de tu casa. Hoy vinieron a por mí pero otro día pueden buscarte a ti. Yo estoy solo y viejo pero tú tienes una familia.
Esteban, con la carpeta en la mano y con aire pensativo, dijo:
- Sé quién lo hizo. Me lo encontré en la carretera cuando bajaba del monte y me detuvo. Me pidió leña y comida y yo se la di. Vi que llevaba un reloj y una cadena de oro pero no sabía que eran suyos.
- No te preocupes por eso ahora. El criminal volvió al lugar del crimen. La guardia civil lo ha detenido y lo tienen en el cuartelillo. Ahora guarda eso y vete. Piensa en tu mujer y en tus hijos. Mucha suerte, Esteban- añadió extendiéndole la mano- No deben vernos juntos. Adiós.
Esteban se la apretó sin decir ni una palabra y vio cómo el hombre desaparecía. Tenía que darse prisa. Debía guardar todo y enterrarlo en el monte en un lugar donde nadie lo encontrara. Ahora tenía que pensar en su familia ya que era lo que más le importaba en la vida. Si les ocurría algo por su culpa nunca se lo perdonaría.
Mientras el leñador recogía todo lo que había sacado de la caja, su mujer lo observaba detrás de una de las ventanas de la casa.
(Conchi, 23-08-08)
Mariana, que así se llamaba la mujer de Esteban, no dejaba de observarle tras los visillos. Se sentía confusa, sin saber cómo actuar, si bien, corriendo tras él y explicarle que estaba al corriente de todo, o seguir fingiendo que no sabía nada.
Esteban tomó rumbo al monte, sus pasos eran lentos aunque él quería avanzar más deprisa, no podía, era como si el cuerpo le pesara.
Tras un tortuoso caminar, llegó, se dispuso a enterrar la caja. Miró a un lado y a otro por si alguien le observaba. Las manos le temblaban y un sudor frío le inundó el cuerpo mientras cavaba el hoyo.
Una vez enterrada la caja, allanó la tierra con las manos y buscó unas piedras, hizo un montículo con ellas, más que nada para reconocer dónde la había enterrado.
Volvió al pueblo. Esta vez caminó más ligero, ansioso de llegar a su casa, sin saber porqué una zozobra misteriosa le invadía. Entró en su casa, estaba vacía, no había señales de nada ¡¡Dios ¡! No les habrá pasado nada a ellos, no me lo perdonaría –murmuró entre sí -. Salió corriendo en dirección a la casa de don Salvador, seguro que él sabía algo. (Kety, 25-08-08)
En menos que canta un gallo, más rápido que el rayo más rápido, se encontró ante don Salvador. Jadeante, fatigado, apenas con un hilo de voz, pero con toda la energía de su fuerza interior, le preguntó por su familia. Pero antes de que éste le respondiera, tras las cortinas de aquella habitación escuchó un ruido, nunca mejor dicho, familiar. Era la voz de su hijo pequeño que jugueteaba con los otros dos hermanos y un pobre pero bondadoso gato gris. Y junto a ellos, Mariana, su esposa.
Mariana, al verlo, corrió a fundirse en un tierno abrazo con su esposo, solo interrumpido por los achuchones cariñosos de sus tres hijos, que por un momento abandonaron las zalamerías del pequeño felino. Todos estaban bien. La sonrisa y alguna lágrima brotaron por el rostro de Esteban.
Ella, tras observarlo en el monte mientras escondía enterrando en la tierra aquella caja y luego verlo correr desesperado, intuyó que algo pasaba. Corrió a su casa y en el ligero carruaje montó a sus tres hijos que, tirado por Platero, uno más de la familia, se dirigieron lo más veloz posible hasta la casa de don Salvador, o mejor, a lo que quedaba de ella, un par de habitaciones y la rebotica.Mariana le explicó que sabía la importancia de los documentos que con tanto celo guardaban él y su amigo. Ellos dos, con los ahorros de muchos años de trabajo, con la aportación de otros miembros de aquella comunidad, muchos sin saber a ciencia cierta para qué eran aquellos dineros, habían podido ir comprando, trozo a trozo, las tierras que rodeaban su pequeño pueblo y que estaban registradas a nombre de todos los niños y niñas. Nadie, ni siquiera la empresa que los estaba atosigando en los últimos años, y quien posiblemente produjo el fuego, podría construir la central petrolera que destruiría su forma de vivir, la vida que habían heredado de sus antepasados, el aire limpio, el verdor y la tierra fértil que había en aquel valle. Esos documentos eran las escrituras de las tierras. No se fiaban de las entidades financieras, así que Esteban y don Salvador decidieron ocultarlas. Lo demás que había en la caja, espada, puñal…no eran sino recuerdos antiguos que don Salvador había ido guardando como un tesoro. Pero el verdadero tesoro, lo que Esteban había escondido, era lo más valioso, el futuro de sus hijos y de todos los niños del pueblo.
Mientras, en el cuartelillo, un pobre hombre declaraba que, al ver el alboroto producido por el fuego, decidió entrar por si había algo que pudiera mitigar la pobreza en la que él y su familia malvivían. (Paco, 25-08-08)
Aunque Esteban repetía en silencio y a cada momento, para convencerse "nadie me vio cuando oculté tan precioso tesoro, aunque de oro no se trataba" , alguien escondido detrás de unas matas ,casi achaparradas, había visto toda la escena. Con una mirada engrandecida por el asombro y enceguecido de ambición este bandido que había huido de la cárcel y que se había alejado amparado por el terreno irregular y una vegetación que le permitía ocultar su figura escuálida, ya había decidido qué hacer. No tenía elementos para hundirse en el secreto guardado, pero paciente, esperó que la noche llegara. Ayudado por una luna llena que brillaba más que nunca y por unas ramas que seleccionó para usarlas como pala, fue escarbando y escarbando. Casi desvanecido, por su fugaz y agitada huída, sediento y sudando, con un grito de alegría y triunfo, sus sucias uñas le anunciaron que estaba rasgando la tapa de la caja. (Stella, 27-08-08)
Don Salvador llegó al cuartel, a eso de las dos de la tarde. El trayecto desde su casa no era mucho, pero la empinada cuesta convertía el centenar escaso de metros en una interminable estación de penitencia para el decadente anciano, el cual, apoyado en el antebrazo de Esteban, buscó con ansiedad una silla nada más traspasar la vieja puerta.
-¿Qué tal don Salvador?-preguntó el sargento Corrales- ¿Unvasito de agua?
-Por favor –se adelantó Esteban antes de que el anciano consiguiera reunir el aire necesario para responder.
-Tome usted caballero –le dijo un joven guardia poniendo un vaso de agua fresca a su alcance.
-Bien don Salvador, aquí está su reloj y su cordón de oro; casi tuvimos que arrancarle el cuello a ese mal nacido para poder quitárselo. Es lo único que tenía encima de valor. ¿Le falta a usted algo más?
Don Salvador observó delante suya la pequeña manta de color verde que contenía las joyas y dirigió sendas miradas a Esteban y al sargento Corrales.
-Esto no es mío.
El sargento, con cara de no saber de qué iba el tema, miró con incredulidad al joven guardia que observaba la escena desde un discreto segundo plano, el cual se limitó a encogerse de hombros.
-¿Pero cómo no va a ser suyo don Salvador?...recuerde...un cordón de oro y un reloj... son estos ¿no los ve usted?
-Los veo sargento, los veo, tengo una edad en la que veo la muerte venir y cuando se ve a la muerte venir de frente como yo la veo, créame que puedo ver perfectamente ese collar y ese reloj y reconocer que no son los que desaparecieron con el alboroto del incendio.
-Pero don Salvador, eso es imposible, detuvimos a ese maleante con esas joyas y suyas no pueden ser.
-¿Por qué? –respondió secamente el anciano.
-¡Mire caballero! ¡Tenemos muchas cosas que hacer como para andar deteniendo a indeseables y que después lleguen ustedes y nos digan que ya no quieren que los detengamos! –dijo el sargento cada vez más alterado.
-Mira Corrales -dijo el siempre educado don Salvador, llevando a un tuteo la conversación que sorprendió al guardia – ni yo, ni este caballero que me acompaña, te hemos dicho que detengas a nadie, en todo caso te habremos informado de los hechos, tal y como los vivimos y ahora te digo que el hombre que tienes detenido ahí dentro no llevaba encima mis joyas; ahora puedes hacer lo que te plazca, yo no puedo dejar entre estas paredes ni un gramo más de mi escaso aliento, allá tú con tu conciencia. Esteban,... volvamos a casa.
(Ricardo, 28-08-08)
El hombrecillo quitó toda la tierra que cubría la caja que Esteban con tanto cuidado había escondido y sacando fuerzas de flaquezas la cogió y la depositó en el suelo para abrirla. Sentía que el corazón le latía más deprisa pues no sabía qué escondían en aquella caja, pero intuía que debía ser algo muy valioso. Algo que sin duda le vendría bien para mitigar su pobreza.
De pronto descubrió que la tapadera tenía un candado. No sería tan fácil abrirla.
Cuando la necesidad aprieta hay que agudizar la imaginación, así que el hombre buscó unas piedras, las golpeó una y otra vez hasta romperlas, consiguiendo una herramienta primitiva que usándola como palanca haría saltar el candado.
Abrió la tapadera de la codiciada caja y en ella descubrió varios objetos y carpetas con documentos.
Sus ojos no daban crédito.
-Un traje negro junto a un antifaz de “el zorro” y que seguramente en su tiempo un joven utilizó como disfraz de carnaval.
-Un puñal viejo de caza, que parecía de la edad del bronce.
-Una cota de malla y unos frascos que a él no le servían para nada.
-Una espada con una inscripción en latín que él no entendía y que imaginó que sería algún recuerdo de algún antepasado de Esteban ya que en la empuñadura había unas pequeñas letras doradas que ponía: TOLEDO.
-Una vieja carpeta de piel raída con muchos papeles dentro.
-Un sobre amarillo con unas cartas…
De pronto y sin saber muy bien por qué, le atrajo ese sobre amarillo. ¿De quién serían aquellas cartas? ¿Serían cartas de amor?.
Empezó a ojearlas y como el que no tiene prisa ni teme que lo pillen haciendo algo malo, el hombre se sentó en una piedra y empezó a leer las cartas.
Quizás el destino hizo que la primera que cogió para leer fuera la que le iba a abrir el camino de la buena suerte.
Decía así:
Querido hijo:
Después de muchos años me decido por fin a escribirte estas líneas para confesarte el amor que siento por ti y que nunca pude expresarte.
Yo estaba casado cuando tu madre, muy joven, llegó al pueblo. Desde el primer día en que la vi me enamoré de ella. Nos veíamos a escondidas ya que su sentimiento hacia mí era el mismo y como fruto de nuestro amor, ella quedó embarazada.
Era tanta su honradez que no me dijo nada, sólo se marchó tan silenciosa y prudentemente como llegó.
Yo no sabía qué pensar ni dónde buscarla pues no dejó señales de su rastro. Al principio creí morir pues la amaba locamente, pero mi cobardía hizo que me quedara viviendo en la comodidad rutinaria de mi hogar.
Cuando tú tenías quince años tu madre enfermó y me mandó llamar sin que tú lo supieras. Estaba en el hospital y yo fui a verla con la esperanza de que se recuperaría. Tenía que hacerle muchas preguntas pero cuando la vi postrada en la cama supe que se marchaba y que no valía la pena preguntar nada. Su cara estaba pálida como la cera, sus ojos brillaban pero apenas podía abrirlos por el cansancio. Al verme me tendió la mano y me dijo: “Sólo te he amado a ti. Me fui para tener un hijo, un hijo tuyo. Se llama Esteban, como mi padre. Lo he criado lo mejor que he podido pero él siempre preguntaba por su padre, por ti. Ahora lo dejo en tus manos”.
Con su mano entre las mías, cerró lentamente sus ojos, aquellos ojos que me volvieron loco durante tanto tiempo y que nunca olvidaré, y se marchó definitivamente. Acababa de encontrarla y de perderla al mismo tiempo.
Me hice cargo de ti, te traje al pueblo, te di lo que necesitabas, pero nunca me atreví a decirte que eras mi hijo, que yo era tu padre.
Ya estoy mayor. Mi mujer ha muerto, tú estás casado y tienes hijos, así que he pensado que ya era hora de confesarte la verdad.
Espero que algún día puedas perdonarme.
Te dejo en herencia todas mis posesiones, pero de las tierras serás sólo el administrador cuando yo muera, ya que serán para los niños del pueblo. No quiero que a ningún niño más le falte un lugar para crecer.
Sin más se despide tu padre con el deseo de poder abrazarte algún día como a mi hijo.
Salvador Hernández.
(Conchi, 28-08-08)
FIN DEL CAPÍTULO
Kety
8 comentarios:
Vaya, amiga, menuda "jolla! veo que tienes en las manos... La verdad es que yo tambien lo tengo impreso en papel.
Fue una bonita experiencia.
Un abrazo, amiga
Me gusta ¡muchoooo!, a lo largo del día lo verás en mi blog, ¡graciñas amiga!.
Abrazos.
Excelentísima idea, ya me haré el tiempo suficiente para dedicarme a la lectura profunda, esto lo amerita, abrazos fraternos Kety!!!
maravilloso detalle para una buena idea
Querida amiga, de nuevo conseguiste emocionarme. Pero qué bonito se ve en tus fotos. Nos liamos la manta a la cabeza y salió la primera parte de un fantástico relato. Tenemos que continuarlo, eh. A ver cuándo podemos.
Te estoy muy, muy agradecida y en seguida cuelgo la foto en mi blog, que es el vuestro.
Un fuerte abrazo.
Conchi
Gracias Keti. Me lo guardo para cuando tenga ocasión de ponerlo en el blog, ya sabes...
abrazos.
Se ve muy bien, sobre todo por ser algo que se logró entre varias personas dedicando tiempo y creatividad a un mismo proyecto.
Anda! míralo, ya camina sólo.
Precioso Conchi
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